En mi vida anterior, debí traicionar a mis amigos porque siempre me he encontrado completamente solo en este mundo bélico. Los únicos que me acompañaban, sin flaquear sin decaer, eran los malditos espectros agonizantes que querían verme morir y luego disfrutar de su victoria final. Saborear su venganza.
¿Debe ser una maldición? ¿O uno encuentra lo que busca? Lo de estar solo, digo.
Me apartaba de amistades. Posiblemente era mi ego personal que engrandecía a medida que ganaba más en técnicas y astucias… y combates. La muerte de mis enemigos hacía engrandecerme, pero no como persona, sino como militar, y al final como asesino. En una lid a dos, buscaba ganar y matar y con ello la soledad, y es lo que he encontrado: aislamiento y separación.
Me temían, y los que pretendían ser mis amigos, tenían causa oculta.
Mi sable era lo único que no me abandonaba, ni me traicionaba.
Y de traición he de hablaros y también de victoria sin esfuerzo.
Al llegar a la ciudad, la única que me dio calor y cobijo fue una mujer. Estaba solo y herido. Mi último combate se cobró algún trozo de mi cuerpo. Abatido, sobre mi caballo, llegué a una lujosa posada de la ciudad -siempre elegía la mejor pues nunca me ha faltado la plata-.
Malherido y desanimado pedí comida, aguardiente, habitación, baño de sales y mujer salvaje que tuviera conocimientos en las varias disciplinas médicas que existen para curar a un hombre.
Y me la enviaron. Una joven hembra española de ojos castaños, cabello negro y tez aceitunada. Fiera por fuera, salvaje por dentro.
Y consiguió que me calmaran todas mis heridas: corpóreas, espirituales y varoniles.
Pero también consiguió lo que nadie, en el campo de batalla, había conseguido: matarme.
La muy hija de una meretriz sarracena a las que Dios castiga por ser infieles y aunque ésta no era hija de moros, más bien española de pura raza, conocía quién era yo y lo que alguno era capaz de pagar por mi muerte.
Bajé la guardia, al ver aquel cuerpo desnudo, inocente, frágil. ¿Quién no? Cómo me engatusó, no lo sé, pero que juraría ante Dios que cuerpo como ese nunca había visto, lo doy por seguro.
Cabalgando como amazona encima de potro salvaje, hechizado por sus movimientos, no vi su daga mortal que, aprovechando el descuido, el gozo y el placer, clavó en mi pecho furtivamente.
Risas y carcajadas oí a mi alrededor. Mis compañeros los malditos ancestros, aquellos que deseaban mi muerte con toda la fuerza que un espíritu puede ejercer, se burlaban de mí al ver como una furcia mal nacida había conseguido lo que tantos nobles hombres no habían podido conseguir mostrando su mejor destreza con el sable.
Morí desangrado, desnudo, encima de la cama y con los ojos entornados mirando al infinito. Tretas, reveses, mandobles, paradas, nada sirvió contra ella. Ganó la batalla y con ello la guerra sin conocer el arte de la espada.
Entregó mi cuerpo a cambio de oro.
Mi alma, se la llevaron hacia el Averno. Había de pagar deudas.
Mi sable, se perdió en manos del mejor postor para ser revendido por su gran fama de mortal acero asesino.
Y así, termina la historia. Mí historia. La historia de un espíritu guerrero solitario que, por buscar compañía en momentos de flaqueza, encontró la muerte dada por bella mujer. Una que le ofreció lo que siempre había anhelado: compañía, sosiego, paz y amor.
Deseos difíciles de conseguir en este mundo bélico.
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